Miércoles 4 de abril.
Anochece; el cielo de Buenos Aires se cubre de nubes extrañas, veloces, densas, oscuras. Mientras los truenos, unos tras otros, sin intervalos, hacen trepidar las ventanas, los rayos y relámpagos rasgan la oscuridad con zigzagueantes reflejos multicolores que explotan sin piedad ante la mirada atónita de la gente, que corre a guarecerse de lo que ya es inminente.
El viento comienza a soplar hasta alcanzar ráfagas de más de 100 km/h. Una granizada increíble, estrepitosa, con piezas que superan los 3 cm. de diámetro, acompaña a la lluvia, obstruyendo totalmente le visibilidad, a un par de metros de distancia.
Nunca habíamos visto semejante temporal en nuestra ciudad y sus alrededores; en la mayoría de los barrios se interrumpen los servicios eléctricos y telefónicos.
La negrura, la furia del viento y los estampidos de la tormenta se adueñan de la noche.
Jueves 5 de abril.
Amanece; la luz del día nos revela la magnitud del desastre natural:
- el Servicio Meteorológico Nacional informa que los vientos fueron de entre 180 y 220 km./h, lo que lo convierte en un tornado de magnitud F2.
- la fuerza del meteoro acaba con la vida de 17 personas, por el derrumbe de viviendas y caída de postes y árboles.
- alrededor de 1000 calles quedan cerradas al tránsito, obstruídas por desechos y escombros.
- centenares de automóviles resultan aplastados por troncos y ramas.
- no se puede precisar la cantidad de árboles que sucumbieron al vendaval.
Diez días después.
Más de 10,000 fueron los árboles afectados por la tormenta. Ejemplares arrancados desde la raíz yacen en parques, paseos y veredas, esperando ser removidos por las cuadrillas encargadas de esa tarea. El ruido de las sierras, cortando gajos inertes, predomina sobre cualquier otro sonido de la vida cotidiana.
La devastación vegetal, arrastrando consigo nidos vacíos, semillas que jamás germinarán, décadas de trabajo de la naturaleza, nos conmueve hasta hacernos llorar. Nuestros gigantes amados, con su frágil fortaleza, muriendo en silencio como mueren los árboles, nos recuerdan que sólo somos parte de un todo, superior a nuestras fuerzas.
El ceibo de mi amiga Lulu.
En una casa de Ramos Mejía, las flores rojas y amariposadas de un bello árbol cubrían el balcón aterrazado de Lulu, compitiendo por el espacio con bellos ejemplares de asplenium, helechos, orquídeas, begonias, bromelias, marantas, peperomias, singonium, petunias y muchas otras plantas que ella cultiva con amor.
Desde el 4 de abril, el ceibo sólo habita en el corazón de Lulu, mi "amiga verde".
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